Sonreía al atardecer mientras por dentro el pecho palpitaba del presagio de todo el horror que estaba por venir. El peor año de mi vida.
Pasé el día trabajando en #lisboa en el que fue mi último reportaje, con el corazón en un puño, viendo las primeras mascarillas, leyendo con avidez las noticias discordantes y atribuladas que iban llegando. “Cierre de fronteras”, decían, “confinamiento”, “toque de queda”, sentía lo que supongo debe ser el miedo que debe palparse antes de que comience una guerra. Me angustiaba en la incertidumbre constante.
Esa noche perdí todos mis contratos de 2020. Los emails se sucedían uno tras otro, sin piedad, dejándome sin nada, rasgando todo lo que había construido y vivido en los últimos 10 años. Me sentía superada.
Un hombre bueno me preparó una copa de vino y risotto, lo compró en un supermercado arrasado, casi vacío.
Tiempos de guerra.
Para calmar la pena, me arropó con una manta en el sofá y se quedó dormido a mi lado, mientras la madrugada y yo leíamos noticias venidas de China, de Italia…
A la mañana siguiente, tras una noche entre lágrimas, un chivatazo: “Cierran, vuelve echando leches”. Me despedí en la playa, até a Pepe y conduje hasta Madrid temblando, pasando peajes, parando para pisar con mis propios pies el cruce de frontera.
Llegué de noche, como una fugitiva, mis padres me trajeron comida para los próximos días, “ya no queda nada, está todo arrasado…”
Al despertar, un mensaje oficial. Comenzaba “la pandemia”, los aplausos a las 8 de la tarde, el terror, la distancia, la soledad, el desconocimiento, las ayudas, la nueva normalidad…
Pero esa tarde, esa tarde que no disfruté, en un viaje que no aproveché, con los minutos y las caricias que dejé morir, cuando el sol estaba a punto de caer, sonreí.
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