Vuelo a Puerto Rico

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Cuando el frío comenzaba a colarse entre las rendijas de un Madrid que deseaba estar en manga corta, un vuelo me llevó directo al corazón de San Juan, en Puerto Rico.

Poco conocía de este destino más que a Marc Anthony y a Gente de Zona, así que mi padre, cumbia en mano, decidió darle alma y son a mi viaje: “Todos en Puerto Rico conocen una canción, es un himno, simboliza la patria extraña recordada con cariño desde la distancia obligada, la cantes a quien la cantes, la conocerá”, acepté el reto.

En el avión, ocho horas de vuelo directo y un flequillo rebelde y nuevo me saludaba mientras minutos antes de aterrizar empezaba a estorbarme la ropa y las chanclas asomaban en mi mochila.

Nada más salir al exterior: sol, humedad y olor a mar. Bienvenida.

Una furgoneta negra, de tamaño desorbitado, al estilo americano, aparcaba frente a nosotros con un cartel que rezaba nuestro nombre.

Aire acondicionado a tope y calor al otro lado de la ventanilla, comenzaban los primeros retazos de este nuevo país que se abría ante mí, desconocido y amable.

Nuetro hotel, de estilo colonial y colores dulces, miraba al mar desde balcones blancos y ventanas abiertas desde las que las cortinas blancas y gaseosas bailaban.

El primer baño, salado, de fuerte marea y algas revoltosas.

Para cenar, con los pies en la piscina de la azotea con vistas al gran Atlántico, selección gourmet de cerveza de la zona, ceviche, barritas fritas de maíz dulce, tortas de pescado y mofongo. De postre, flan de coco y mi primera noche mecida por el sonido del mar aspirando la esencia caribeña.

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