Subir a bordo del Atyla fue una marejada de sentimientos encontrados. Desde la euforia de imaginarme a lo Jack Sparrow guiando el timón e izando la vela mayor, al miedo de dejarme llevar encomendada a las fuerzas de la ingente mar y sus aguas llenas de leyendas.
Paseé Bilbao disfrutando del sol y de la tierra firme comiendo pintxos y perdiéndome entre las esculturas del magnífico Guggenheim.
Después, tras tumbarme a respirar bajo la alargada sombra del Museo Marítimo, dirigí mis pasos por la pasarela hasta el barco que, sin escalinata, esperaba impaciente su puesta a punto antes de zarpar.
Me encaramé a la borda y alcé mis piernas para sentir, por mi primera vez, la madera que se convertiría en mi casa durante cuatro días y 4 noches de navegación y tres en puerto bajo mis pies.
Al llegar, 22 personas diferentes a mí, con estilos de vida diferentes, diferentes edades y diferentes razones y perspectivas, me esperaban con la misma ansiedad que yo sentía por un viaje que no imaginábamos en su complejidad y que estábamos a punto de comenzar juntos, como familia, a pesar de la temporalidad.
Nos saludamos y en seguida nos dividieron en grupos para conocer el funcionamiento, disposición y reglas de seguridad del barco. Tras espantarnos a partes iguales entre el baño y la posibilidad de hundimiento, fuego o men over board, nos unimos de nuevo, ropa de trabajo ya dispuesta, para comenzar a limpiar, izar, anudar, recoger, atar, desplegar, tirar y cocinar, hasta que llegase el momento de la primera cena juntos: Una paella calentita sobre la fría borda ondeante en la tranquila ría.
Comenzaba así, tras unas cañas en la ciudad vasca y la primera escalada hasta mi litera, nuestra aventura común.
Amanecí con el alba, ojeras y voz cansada para preparar el desayuno como ayudante de cocina en este turno que, como las guardias, giraba entorno al calendario de día y de noche de forma equitativa y constante repartiendo los ritmos de trabajo entre todos.
Tras tres días en esta dinámica, por fin, llegó el momento de hacernos a la mar. De la ría al Cantábrico hasta el Atlántico, sin parar.
Emocionados dejábamos sentir la primera brisa acariciando nuestros rostros. Una vez el puerto atrás, la mar nos balanceó a izquierda y derecha con fuerte verticalidad causando estragos entre la tripulación que duraron hasta días más tarde.
Vinimos a navegar como marineros de verdad, con el barco en movimiento, el trabajo continuo no podía verse desacompasado. Ni el malestar, ni el sueño, ni la nueva situación bajo nuestros pies podían impedir los turnos efectivos de las guardias.
Al navegar en equidad, comprendimos que la responsabilidad individual se convierte en la de todos: Responsabilidad y asertividad.
Los paisajes azules inundaban el horizonte alejado de la costa. Los naranjas al despertar y al acostarse el sol y la noche, negra y cerrada, iluminada por el fulgor de tantas estrellas que encontrarse a uno mismo siguiendo el brillo entre los mástiles resulta sencillo.
Aprendí a navegar siguiendo un rumbo, llevando el timón segura en dirección oeste. Cubrí mi rostro escapando del frío de la noche y del rubor del rocío en las madrugadas, posicioné nuestra ubicación en un mapa siguiendo la longitud, la latitud, la velocidad del viento y el rumbo, entendí el funcionamiento de un motor que casi no fue necesario gracias a nuestras cuadras y el viento de popa que nos acompañaba en el viaje, entendí el sextante, el axiómetro y el compás.
Otee en el horizonte cuidando nuestro velero de la bruma esquiva y vi saltar delfines que cruzaban veloces dejándose casi tocar con la punta de los dedos en nuestra proa.
El cansancio de los días iba haciendo mella, guardias sucesivas que evitaban las ocho horas de sueño y que me mantenían despierta aprendiendo cada segundo en la incomodidad constante que se tornó habitual y agradable con el paso de los días.
Olvidé ducharme, olvidé el cansancio, olvidé el sueño y me dejé llevar siendo parte de las olas, del viento y las estrellas.
Disfruté conociendo el barco, trabajando, patroneando y viendo algo más allá en los momentos de descanso o en los talleres de nudos a mis compañeros, sus sonrisas, sus formas de reír y sus palabras no dichas.
Tomé el sol en la borda, hicimos picnics y cantamos canciones a la guitarra, nos bañamos en alta mar y compartimos la comida.
Me acomodé a la madera que crujía al navegar, a dormir bajo las estrellas en la tendilla y a ver atardecer entre los mástiles sintiendo la felicidad más salvaje, la más pura. Sin artificios y sin más verdad que la grandiosidad de una naturaleza que ruge por dentro creando un todo.
Vi bucear a los delfines moviendo el placton luminoso formando estela y creando un firmamento doble brillando como en un espejo.
Cuando llegamos a Porto, una misma sensación nos gobernó a todos, desde la alegría por haber conseguido juntos nuestro objetivo a la tristeza de poner fin a una aventura que superó todos nuestros objetivos.
He respirado, he vivido y he sido mar gracias al Atyla y la grandeza de lo simple.
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2 comentarios
Precioso reportaje con la sencillez como vivencia inolvidable.
Muchas gracias, Flor