Ámsterdam: Gastronomía y último paseo

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Mi último día en la ciudad lo dedico a pasearme entre sus calles, sin mapa esta vez, sin reloj, sin prisas. Me pierdo en callejones, aspiro los diferentes aromas que me acompañan, desde los que emiten los mercados locales de flores, quesos o arenques hasta los que salen de los coffee shops o de los cigarros de los transeúntes.

Llamada por la música y huyendo del viento gélido, Saint Nicolás abre sus altas puertas y me acoge sorprendida mientras una misa con aroma a incienso eleva sus cánticos hacia las vidrieras de colores bajo las notas del órgano.

Subo a ver la ciudad desde la alta Lookout, la nueva Torre de Amsterdam Noord, dede la cuál se pueden ver todas las obras y la nueva parte de la ciudad que están construyendo sobre el agua: canales, puentes, edificios y calles sobre el mar. Increíble.

Aunque la ciudad apague sus cielos y encienda sus bombillas a las 16’30 alzando el cuello de las bufandas para escapar del frío, ésta se torna amable, agradable y sencilla.

Personas de diferentes nacionalidades vienen aquí buscando un lugar donde desarrollar el arte, convivir con la naturaleza y respirar el azul.

Una ciudad de paso en la que vivir una experiencia diferente e internacional, desde la que seguir reforzado, habiendo descubierto nuevas partes de uno mismo y a la que volver, de vez en cuando, buscando la frescura.

Fácil de andar, con las bicicletas como motor y el deporte por montera, me uno a un lifestyle relajado y decido alquilar una pequeña bicicleta turquesa de paseo, con una cestita de mimbre al frente y timbre de color rosa, en dirección a la Iamsterdam pista de patinaje.

Patines atados, torpe intentando moverme dentro de mi abrigo y cuatro jerseys, me deslizo sobre el hielo mientras niños de diez años se pavonean con sus acrobacias a mi alrededor y hasta un Bob Esponja me saluda divertido y ágil sobre sus patines a pesar de la careta gigante.

Tres culetazos más tarde y cero axel conseguidos, me mimo a mí misma bajo la sapiencia de que no he crecido en el hielo, pero sí en una de las cunas de la gastronomía universal. Convencida, decido descalzarme y seguir conociendo la ciudad a través de sus restaurantes.

Para comer, Haesje Claes desde 1520, situado en Spuistraat, entre Spui y el Amsterdam Museum, sirve una comida típica holandesa.

Empezamos con cerveza de Amsterdam, pan marrón con cereales, caliente con mantequilla salada, morcilla con manzana dulce, con una textura muy diferente a la de Burgos, más parecida a un pudding y una taza de master soup de mostaza, para abrir boca.

Para seguir, una tabla que contiene todos los platos típicos del país desde sus croquetas de queso de Amsterdam o de gambas, al paté casero de ciervo, maknel, que es crema de pescado con toque de mostaza, arenque crudo salado con cebolla y pepinillo, salmón ahumado y ensalada de patata del día con mayonesa de pepino y hierbas caseras.

Una delicia que me hace entrar en calor según desfilan las viandas.

De postre, el muy típico el boerenjongens, es decir, uvas pasas en brandy con helado de canela, licor de huevo (advocaat) y nata.

Esto sí que es una típica comida típica holandesa, tanto que de repente mis Gazelle se han convertido en unos zuecos de madera.

Para bajar semejante festín, paseo por el barrio de oeste, recorriendo los Western Canal, el gay momument, siempre con flores frescas en su triángulo, frente a la enorme catedral de Westerkerk, veo la mezquita y parte del Jordaan a través de la calle Prinsengracht y sus Hofjes.

Éstas construccioness se desarrollaron debido a la cultura imperantemente religiosa en la que la misericordia obligaba a la ayuda a los más necesitados a quienes construían estas “casas de pobres”, aunque antiguamente quedaban a las afueras de la ciudad, hoy componen el corazón de la misma. Sus bonitas construcciones, fuentes, colores, patios y jardines interiores hacen de esta zona, la parte bobo de Amsterdam, la parte hipster, sea una de las más caras en la actualidad.

Antes de que caiga el sol, provecho mi tarjeta roja: IAmsterdam para visitar la ciudad por ultima vez, de día, desde sus canales en el Tour del Ferry número 79.

Cuando termino, un último paseo bajo la ciudad iluminada por Dam Place y directa, puente a puente hasta mi destino, la cena, en horario holandés, en el elegante Restaurante Cornelis.

Bajando por Kalverstraat hasta Spui y sorteando biciletas, llego a una callecita decorada con Street Art del bueno. Estoy en Voetboogstraat, 13.

Abro la puerta, me descongelo bajo el calor de la entrada y me quedo patidifusa mirando el cuadro enorme que frente a mí, se mueve como en Harry Potter y me guiña un ojo, parece ser que es así como el señor Lc Cornelliua, vestido a la manera de la época medieval, me da la bienvenida.

Subo las escaleras de madera y me recibe el amable maître y el que será mi camarero y nuevo amigo en la ciudad. Lo bueno de Amsterdam es que todo el mundo, emigrante o emigrado, tiene tiempo para compartir experiencias, hablar y mirar a los ojos.

Desde mi mesa, al lado del radiador, puedo ver el restaurante al completo. Elegante, delicioso y atractivo. A mi costado, bajo mi ventana, las calles del arco y las flechas flanquean el edificio. Aquí, los protectores de la ciudad practicaban su tiro para perfeccionarlo en las batallas y orgullosos, sacan pecho en el enorme lienzo que corona la estancia.

El restaurante, a la espalda de la plaza Spui, tiene un diseño cuidado, de calidad, donde los cuadros aparte de tener el toque clásico que determina la época de los protectores de la ciudad, también tiene cuadros que representan esa época de forma actual y en movimiento.

Para el menú de esta noche empezamos con un cóctel Martini-Vodka para la señorita y un entrante de queso holandés con hierbas. Después 4 platos diferentes maridados con cuatro vinos diferentes me esperan en este Menú Sorpresa.

Comienzo con una flor de coliflor con queso holandés y una croqueta de crema de queso, para picotear mantequilla salada y pan.

Empezamos con un cod fish crudo con emulsión de verduras y gambas, en juego dulce y salado con vino blanco de Holanda, para beber, cuyo sabor es seco y muy agradable, con un ligero toque a melocotón muy interesante.

Pinot noir a mi elección, (soy una enamorada de estas notas…) con pescado blanco sobre salsa de mostaza, con tubérculo blanco y hojas de tubérculo blanco del arco, toque de algas y servido muy, pero que muy caliente. La mezcla de sabores, texturas e ingredientes con ese especial dulce, salado, agrio en un solo plato es simplemente, delicioso.

El plato principal es beef con carrot red, patata and onion. Una cebolla con el interior en queso fundido y crema de cebolla, pure de cebolla y cebolla salteada y troceada.

No hemos terminado.

Llega el Bookthornberry cream con white choco, almendras, zanahoria salada y dulce y calabaza con vino dulce de Venecia con un ligero toque de melocotón. Un postre muy invernal de sabor salado por sus vegetales, endulzado por el chocolate blanco y contundente gracias a su almendra caramelizada. Imprescindible el toque de merengue de jengibre como detalle.

Pero hay más, terminamos con el helado oranjebitter tradicional y un licor de liquen digestivo.

El servicio es maravilloso, te hace sentir en casa a pesar de los kiómetros, es atento, rápido y amable. Ven a cenar con calma. Tres horas sólo para ti, para tu paladar, para disfrutar de todo masticando despacito disfrutando el sabor.

Una comida completa, deliciosa y de alto nivel. ¡Venirsus!

¿Un secreto?

El precio de los cuatro platos es de 42,50 euros, más el maridajes del vino con cada plato por 23,50 euros. ¿Cenamos?

Otro día que me voy a dormir a mi camita King Size con una sonrisa en la cara y la sensación de la plenitud recorriendo mi cuerpo.

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