Lo primero que hice al llegar a estos acantilados, fue cerrarme el abrigo para protegerme del viento. Caminando por su explanada, donde tocan música de flauta, llegué hasta el precipicio. Mi siguiente reacción, tras gritar al horizonte vertical, fue quedarme sin habla, sólo mirando, sólo admirando, lo que es imposible describir con palabras.
Y es que los acantilados de Moher, esos cliffs, son de Irlanda la joya de la corona, si es que se puede escoger junto al resto de maravillas naturales que acompañan la isla y que aparecen en estos reportajes sobre Irlanda. Una isla de la que es imposible no enamorarse y no quedar maravillado por su fuerza, su verdad, su pasión libre, su folclore, sus amables gentes y su gastronomía que conoce, aún hoy, con nombre propio a sus productores.
120 metros sobre el océano Atlántico que alcanzan los 214 metros de altura. La torre de O’Brien desde la que contemplan las islas de Aran tarareando la música de Carlos Núñez y su gaita.
Una señal de prohibido el paso ignorada por los turistas que se encaraman al abismo, paseando cuidadosos entre el barro, los pastos y las vistas anheladas.
Los acantilados de la locura de la Princesa Prometida, escena de películas como ésta o Harry Potter, que en la vida real no dejan de hacer soñar jugando a la inventiva.
Sólo cabe una palabra para describir este lugar sagrado: MAGIA.
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