Hace un año recibí una oferta que no pude rechazar: Viajar a la ciudad de película por excelencia para cubrir su edición de la Semana de la Moda desde el Lincoln Center hasta Chelsea, donde tuve la suerte de abrazar a la mismísima Anna Wintour, viviendo en mi aventura de serie de la HBO, en un apartamento en el mismo Upper East Side con el parque y es que como aprendí después, todo en Nueva York se indica en cruces de caminos.
Tras pasar por un control excesivo estilo gyncana de pruebas, controles de seguridad, pasaporte, filas, aduanas, ordenadores y cables a la espera de ser encendidos en cualquier momento en el que sean requeridos por los serios oficiales y cuestionarios escritos y verbales, el momento de ver la luz de la gran manzana al otro lado de la frontera marcada por la puerta de un aeropuerto sólo puede ser descrito como pura magia.
Nada más subir al coche, uno de esos enormes en los que tumbada en los asientos sobra espacio al final de la cabeza y de los pies sin necesidad de rozar con ninguna de ellas las puertas laterales, un brinco y la sensación de comerse el mundo alzada sobre el salpicadero más alto que hayas visto jamás.
Atravesando manzanas, una puede hacerse una idea de la ciudad descrita con mayúsculas en la que se está adentrando, desde los barrios (suburbios) más pobres y aterradores al corazón de Manhattan.

NYC by WOMANWORD
Tras dejar la maleta en el espacioso apartamento de amplio frontal de cristales impolutos todos los rascacielos del mundo se encontraban apelotonados debajo de mi mirada inquieta, sin dilación, a pesar de las ocho horas de vuelo y tres de aeropuerto, bajé, mapa en mano, a recorrer la ciudad con la que gracias a miles de películas, comerciales y tele series, soñamos todos con descubrir.
Así, entendí con la música de un triste oboe jazzeando detrás de la oreja, que en esta ciudad que más parece un decorado que un lugar real en el que vivir, las personas que la habitan son las que describen cada punto a visitar.
Cada paseo por Nueva York debe rendir culto a las prostitutas en tanga y altos tacones de plástico duro pintadas a cuerpo entero con la bandera americana, brillantes bajo las luces de Time Square; la gorda y risueña panadera con los mofletes llenos de harina que se deja ver al fondo de la trastienda del Magnolia Bakery, los raperos acróbatas que vuelan sobre los transeúntes por unos dólares deleitando con su magia rítmica circense y sus cuerpos cincelados en el corazón de Wall Street, el policía cansado apoyado en la barandilla del puente de Brooklyn perfectamente ataviado para cualquier escena de película; la señora elegante, erguida y con más carmín que la Apfel paseando con sus mejores galas, sus caniches de concurso en Park Avenue; la pareja de hippies hipsters bien peinados y vestidos tocando instrumentos del Tíbet en el controvertido Dumbo, señores mayores apoyados sobre sus mesas de ajedrez en Washington Square, el chico del ascensor que te recibe bailando y cantando al abrirse las puertas en el cielo del Rockefeller Center, (te lo enseño) la familia asiática que te recibe con cariño y te regaña por no acabarte el menú en el Village o descubrir que hay dos tipos de metros en Nueva York que no se diferencian entre sí, el normal, que hace todas las paradas y el express, que se las salta a la torera sin previo aviso.
De nuevo, personas que describen trayectos, como mi amigo Jerome, el ex convicto de dientes de oro y cara tatuada que decidió, al verme perdida intentando dar la vuelta en la última parada de Harlem, que en lugar de atracarme iba a ser mi defensor en la línea de vuelta hasta la parada del Museo de Historia Natural.
Anécdotas que marcan el viaje. Personas que marcan trayectos y dibujan lugares.
He aprendido a viajar de la mano de seres humanos que describen con alma el lugar en el que habitan. Transeúntes perdidos entre el ritmo frenético de una ciudad que no duerme y que narra en nombres propios las historias que cada día la cruzan.
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