Paseando por el centro de París siempre se cruza, como punto ineludible del mapa, por la preciosa catedral del arte escénico, la Comédie Française, la Comedia Francesa.
Este ilustre edificio de arquitectura francesa del siglo XVII y esta singular asociación, la única con elenco propio, cuya organización sigue la estructura del gremio de actores del siglo XV; subvencionada directamente por el Estado contando en la actualidad, con un repertorio de 3000 obras y tres teatros en la capital, representa uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad, donde sentir la magia de la cultura exhalar por los cuatro costados.
La tradición teatral de representar y acudir al auditorio, dos vertientes, cuarta pared incluida, que los franceses y los visitantes respetan en demasía. Silencio en la sala, luces, telón burdeos, ropero y una entrada ordenada bajo la atenta lucecita de la linterna dinamo de la acomodadora. Butacas confortables, madera y terciopelo y una cúpula al fresco decorada donde las lámparas de araña iluminan una sala abarrotada y educada con el trabajo representado frente a sí.
Hoy y hasta el 30 de abril, sus redondas paredes hacen retumbar el eco de la declamación dramática y cómica de Lucrèce Borgia.
Teatro clásico, clásicamente representado, escenografías pintadas a mano y una protagonista encarnada por un hombre, el maravilloso, Guillaume Galliene, quien consigue tras aparecer desnudo como hombre, transformarse con un sólo vestido, en una mujer, absoluta y bella.
En contraposición escénica y como giro postmoderno, ella, Suliane Brahim representando al hijo de la noble, Gennaro.
Dos bestias escénicas y un juego controvertido que crea una realidad tangible sobre las tablas alrededor de una figura legendaria que enmarca la historia y quienes somos, desde la debilidad cobarde de un amor perdido.
Seis subidas de telón al terminar la función y un publico, en pie, enardecido.
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