Montmartre y una canción al ukelele | WOMANWORD
La magia de París me lleva hasta la montaña más alta, la que trepa por las laderas hasta coronar el cartel de Montmartre con una corona en forma de cúpulas blanquecinas bajo el nombre de Sacre Coeur.
Éxodo de artistas, escritores y pintores en los años ’20, ésta colina desde la que vislumbrar las luces y las bondades de la ciudad que palpita, albergaba las mejores obras de arte del siglo XX, entre cristales mojados de pequeñas buhardillas, olor a tabaco, música de cabaret, óleos, molinos de viento que molían el trigo y viñedos.
Resulta difícil imaginar toda aquella vida sobre estos adoquines que hoy pisamos a codazos entre los turistas, los carteristas y los caricaturistas. Recuerdos, souvenirs, boinas rojas… allá abajo el Café de la famosa Amelie y el secreto y prohibitivo Moulin Rouge, arriba, el templo sobre sus 300 escalones, a la izquierda murales que rezan te quiero en todos los idiomas y un carrusel lleno de luz.
Tiendas de telas, galerías de arte y la mejor vista de la ciudad, alejada y altiva, soñadora y triste.
Vaho brillante entre el rocío sobre las bombillitas que de noche iluminan los caminos, Montmartre y sus mesas redondas… Montmartre y sus acentos de cualquier parte del mundo.
Bajando de nuevo a la ciudad, una manifestación y política que aterra y paraliza, más allá, el sueño enamorado de las promesas de una ciudad con nombre propio, después, un amigo de bronce y una esbelta figura a lo lejos que saluda sobre el Sena: Grand Palais, Louvre, Invalides, Torre Eiffel… y todo ello bajo una voz que despierta en acorde con el tenue sonido del ukelele.
París siempre me hace latir el corazón.