Belfast, capital del conflicto. Banderas en alto, pinceles y calles con sonido de bombas y recelo. Hoy sobrevive tranquila con la mirada inquieta y la vista atrás.
Pasear por Irlanda es pasear por las emociones, un dejarse llevar entre pisadas marcadas, otras silenciosas y aquellas que se pierden entre la hierba o entre los charcos del pavimento mojado tras la lluvia.
Belfast amanece gris tras la noche de luces de neón, edificios iluminados y grandes centros comerciales.
De día, tras un buen earl grey, sus calles se abren a la inversa y los semáforos dan paso a niños que en fila entran en sus escuelas. La jornada laboral comienza y desde pequeños comercios sus vendedores reciben y ordenan la nueva mercancía, barren las aceras y limpian los cristales. Parece afable, amable, casi bucólico, hasta que al alzar la vista los murales inundan la ciudad clamando conciencia.
Su historia habla de sangre, colonia y armisticio, habla de lucha en las trincheras, de cultura y de arte por reclamo. Una Irlanda asesinada, una Irlanda luchadora, una Irlanda que hoy calla con miedo lo que vieron sus ojos.
Sus murales, en cambio, hablan, gritan en voz alta y piden justicia al mundo. Reclaman, señalan y muestran en color lo que debería ser, lo que es y lo critica.
El arte como arma y edificios como testigos. Belfast acoge, Belfast murmulla y yo, mientras tanto, bajo la voz y leo hacia dentro mensajes que resuenan en el aire.
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