El idioma del tiempo, de la tierra y del sol
Frontal, botas, pantalones y calcetines de trekking, cantimplora, saco de dormir, saco sábana, neceser, gorra, forro polar (que nunca se sabe), chanclas, baterías, botiquín personal, cámara, libreta, bolígrafo, mochila y arrancando en dirección al Aeropuerto de Barajas.
El vuelo, tranquilo, transporta a un grupo de recién conocidos hasta el calor de Marrakech, puerto de salida hacia la aventura de convivir con una familia bereber en el Alto Atlas.
Tras dejar atrás su moderno aeropuerto de líneas aerodinámicas, armónico y transitado, el mini bús aguarda bajo el sol de África, ése capaz de traspasar las cortinas y las córneas.
Y es que la luz en Marruecos pende del brillo potente e indómito que aplasta en caricia impositiva a quienes se atreven a transitar bajo sus rayos.
Es julio, estamos en Ramadán y las calles de una ciudad dormida se abren paso entre escondrijos de piedra y pasadizos de tiendas que crecen en vertical cargadas de souvenirs, objetos de piel, orfebrería, especias, olivas, frutas, dátiles, frutos secos, talleres de madera, artesanías y hasta pollos y conejos, según la zona de la ciudad por la se pasee a golpe olfativo.
La llegada al riad abre los sentidos y calma el sofoco con pasteles de miel y un té moruno que humea, para sorpresa de los comensales que, occidentalizados, esperaban dar con un granizado de limón.
En sus calles, según avanza el día y el sol comienza a desaparecer hacia la otra parte del mundo, se contempla el aumento del tránsito.
Así, Marrakech pasa del fluir de los turistas y de los trabajadores hastiados y con los nervios de punta, a causa de la falta de nutrientes impuesta por su religión, al bullir de una ciudad que cambia de rostro tras la copiosa comida permitida tras la oración a la caída del astro rey.
El zoco, la medina, los jardines y las avenidas se conjugan entre motocicletas que a toda velocidad sortean las aceras. Hombres en chilabas, mujeres con sus vestidos y pañuelos a conjunto, vendedores ambulantes, gritos, turistas cámara y dirhams en mano, música, espectáculos callejeros, gatos, coches de caballos, encantadores de serpientes y hasta monos que encadenados imitan a sus dueños hasta en su mirada de desdén.
Todos unidos, aún sin ser conscientes de ello, en la espiral que atrapa una ciudad que despierta en el ocaso, entre la magia y el caos.
A la mañana siguiente, el sol nos susurra a primera hora para ponernos en marcha.
Mochilas a la espalda, una anciana se despacito a mi para coger mis manos entre las suyas. Con su sonrisa desdentada y la sabiduría de la madre tierra, me desea baraka y me regala la Cruz del Sur: “guíate con las estrellas, pelo de trigo”, me aconseja mientras una de sus ásperas manos acaricia mi rostro mirándome sincera, a través del tiempo y de los rasgos.
En el Valle de Ourika, los arrieros nos esperan con sus bellas y fuertes mulas para cargar nuestras pesadas mochilas y llevarlas hasta nuestro destino: el pueblo de Tasselt, donde conoceremos y viviremos con una familia bereber.
Una vez nos hemos hecho con las provisiones necesarias en un pequeño pueblo decorado por enormes sandías y arropado por el bosque y el Atlas, nos ponemos en marcha, embadurnados de crema solar para ascender hasta un 1600 recorriendo los caminos del Puerto de Tazgart.
Sus colinas, sus montes y sus valles parecen encaramarse para saludar a los caminantes mostrando su mejor sonrisa: el negro volcánico, el verde de sus olivos, el amarillo de sus piedras.
Sedimentos, restos marinos, el Toucan y el Mgoun en la corona, canciones de amor arrulladas durante el camino con el lenguaje del tiempo, niños que sonríen inocentes, mujeres que ocultan sus sonrisas y niñas que con sus manitas de henna disfrutan abrazando sin otra razón que compartir, a quienes transitan durante unos minutos por sus propios caminos de polvo y tiempo.
Abrir la mente y regalar una carcajada sincera es parte del trato porque aquí se habla el idioma del tiempo, de la tierra y del sol para acercarse a una cultura de vida paralela.
Paso a paso, la primera parada nos deriva a un vergel, en el que los pucheros resuenan y el olor del tabulé, del cous cous, del té y del pan recién hecho nos embriaga mientras el río fluye y las esterillas sirven de colchón improvisado para una siesta bajo el calor de las horas más fuertes.
Continuamos el camino descubriendo una senda serpenteante y prodigiosa. Los parajes del Atlas marroquí juegan con la imaginación y descubren diferentes apreciaciones.
El último esfuerzo llega con la última montaña, arenosa y de complicado ascenso para quienes estamos acostumbrados a la rigidez del asfalto.
Una vez en la cima, Tasselt saluda. Sus habitantes nos observan mientras cruzamos la escuela coránica y nos cruzamos con niños con camisetas del Barça, mulas de piernas atadas, ovejas y sus pastores, mulas y un riachuelo que recorre gracioso un lugar en el que la pertenencia más valiosa es una vaca de la que sacar leche y mantequilla.
Subimos las calles de polvo y piedra hasta llegar a la que será nuestra familia. A pesar de nuestro aspecto cansado y el sudor del camino, nos reciben con cuatro besos, un apretón de manos, una mirada que envuelve en luz y un abrazo sincero que te hace sentir, a pesar de todo, que estás en casa.
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Fotografía y Texto por Rocío Pastor Eugenio.
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