Según la zona de la capital en la que vivas, sus barrios, diferentes entre sí, retratan realidades sociales entre las que convivir.
De paseo por uno de ellos, los pintorescos personajes que aparecen en mi camino me dedican con la total libertad ganada con los años, todo tipo de comentarios que no lejos de herir mi sensibilidad, me hacen pararme en seco a analizar cada una de sus expresiones haciéndome al fin y al cabo, reír a carcajadas por lo castizo de la chulería que denotan.
De esta forma, una señora con rulos en la cabeza y zapatillas de estar por casa, no duda en hacerme partícipe de sus pensamientos y de su descontento ante mi total look preguntándome abiertamente, brazos cruzados y morro torcido, si acaso no me da “vergüenza salir a la calle en pijama”, y eso sin tener en cuenta que ella misma va en bata de flores.
Y es que así es mi Madrid, variopinto y cultural. Pasado el primer shock, disfruto con los balcones de colores que entre geranios muestran sin pudor sus pertenencias más íntimas: sábanas, lencería y hasta trapos de cocina.
No tardan en hacerme salir de mi ensimismamiento los chasquidos de lengua del señor de boina y bastón que situado a mi derecha me prodiga con una musicalidad propia de las mejores zarzuelas: “¡Ay, ay, ay, ay… Quién fuese 40 años más joven y te pillara, tesoro! Pero, ¿puede decirme dónde va usted, gitana?”
Al final, cuando atardece, la luz baña las calles, las pistas de baloncesto ganadas por los nuevos españoles y los pisos comienzan a encender sus caras facturas de la luz. Así, hasta a esos individuos que exhaustos han aprendido a pasear resignados entre las mierdas de perro, se recogen satisfechos en sus hogares, a veces, hasta con una sonrisa, ésa que ha sabido bordar los surcos que ajan su piel.
Buenas noches.