Por Rocío Pastor Eugenio.
Destino, envidia, verdad.
El Classical Russian Ballet, el Ballet Ruso, llega a Madrid y se instala en el Teatro Nuevo Apolo para acercar a los madrileños y viajantes, la elegancia, la sencillez, el trabajo duro, la sensibilidad y la fuerza del ballet clásico, la música clásica y las cosas bien hechas.
Bajo la dirección e interpretación solista de Hassan Usmanov, el ballet representa la obra del imperecedero Piotr Tchaikovsky con el libreto de Vladimir Beghitchev y Vasili Geletzer, junto con la coreografía de Marius Petipa.
Como solistas Evgeny Kuchvar, Alexander Butrimovich, Anastasia Raykova, Olga Grigoryeva y Timur Kinzikeev, arropados por un cuerpo de baile numeroso, coordinado, entusiasta y profesional.
Saltos, equilibrio, escenografías pintadas a mano, acordes que vibran en los violines, compás, poesía… todo eso espera uno de un ballet clásico y eso recibe.
Baja la luz y comienzan los primeros compases del genio Tchaikovsky, mientras cuaderno en mano anoto en penumbra mis pensamientos dejándome llevar por la música: “Ir al teatro debería ser algo subvencionado para promover la cultura. Ésta siempre es necesaria, al igual que lo es promover el pensamiento libre, la sensibilidad, la música, la danza, el equilibrio, la creatividad… es algo que todos deberían conocer, vivir, palpar. No debería ser algo exclusivo para quienes puedan pagarlo, al igual que tampoco debe serlo la sanidad ni la educación, hemos luchado para conseguir la igualdad, no para seguir en el siglo XII. Tchaikovsky creó algo imperecedero, actual, en cualquier época, como así lo es la raza humana, con lo que no contó es que con el capitalismo, la inteligencia disminuiría a bajo mínimos y que la cultura boquearía para sobrevivir en un mundo vendido”.
Después, alzo la mirada, estas primeras notas elevan el telón mientras los sentidos ya han quedado hechizados por la belleza y la calidad. Cadencia, sutiles movimientos, sonrisas congeladas, delicadeza y fuerza.
Una historia contada sin palabras que habla por sí sola suspendiéndose en el aire sin prisa, casi sin gravedad.
La eterna lucha entre el bien, representado con todas sus virtudes y la pureza del blanco, los excesos de la vida palaciega y la oscuridad del mal. Todo ello representado en una obra cumbre, pionera bajo los personajes de Odette, el cisne blanco; Odile, el cisne negro; el príncipe Sigfrido y el malvado Von Rothbart.
Cuatro actos con intermedio en los que el telón separa la acción y plantea nuevos escenarios que vivir y superar para seguir adelante.
Destreza, elasticidad y equilibrio. Cada movimiento y personaje interiorizado al máximo exponente, hasta el cisne cabecea.
Un arte cuidado y medido que provoca que al terminar la función los aplausos se multipliquen y que el público asistente intente caminar sin usar sus puntas, tarareando, eso sí: El Lago de los Cisnes.
Y es que cuando la cultura es cultura, transpasa.
Un espectáculo maravilloso en el que la fuerza de las imágenes, el valor y la honestidad muestran un gran trabajo.