Por Rocío Pastor Eugenio.
Muchas son las biografías que se han escrito sobre Emily Dickinson, la poetisa de Massachussetts.
Se recluyó en su habitación en casa de su padre, tras perder la vista.
Siempre vestida de blanco en sus últimos años, excéntrica o intimista, fiel conocedora de la Biblia y creadora incansable.
En su encierro, escribió 1.789 poemas sobre su calvario, su fé, su amor, su elevada espiritualidad, sus anhelos, su pasión sexual, su metáfora, sus cielos, las estaciones y sus sentimientos más profundos.
Dicen que el amor tocó a su puerta en sus múltiples maneras. Diferentes biografías aseguran que un joven abogado, el profesor Samuel Bowles, el juez Otis Lord, 17 años mayor que ella y un pastor protestante casado, revolotearon entre sus días y su correspondencia. Todos ellos, alejados de su lado a la fuerza.
Venida de una familia poderosa, enraizada en el puritanismo radical, Emily tuvo el privilegio de estudiar y conocer mediante los libros a los grandes filósofos, escritores, entre los que Shakespeare, Wordsworth, Percy B. Shelley, Lord Byron o John Keats contaban como sus favoritos. Comprendió las lenguas muertas, el alemán, las ciencias y las humanidades.
Culta y sosegada, tocaba el piano, se hizo experta en botánica y se negó por completo a convertirse en misionera para continuar estudiando, leyendo y escribiendo de forma incansable.
Se negó de forma rotunda a ver las conversaciones que mantenía con su alma mediante versos publicadas y sólo después de su muerte, su arte voló hacia la imprenta y su nombre a los anales de la historia.
1 comentario
interesante, me lo apunto!